Alberto Benavides de la Quintana, el "patriarca de la minería peruana"
El fundador de Minas Buenaventura ha fallecido a los 93 años y en LaMula.pe compartimos una semblanza publicada en Revista Poder.
En setiembre del 2013, la Revista Poder dedicó su edición a los empresarios mineros peruanos. Alberto Benavides de la Quintana tenía 92 años y estaba en plena actividad, iba a la oficina de la compañía, aprobaba las decisiones empresariales y tenía proyectos en mente. Ante su fallecimiento, compartimos la semblanza que se publicó en la revista:
El patriarca de la minería peruana
Geólogo. Amante de los cerros, los minerales y la naturaleza. Pionero en la formación de una cultura minera sin precedentes en el Perú.
Por: Rodrigo Salazar Zimmermann
A sus 92 años, don Alberto Benavides de la Quintana va todos los días a su oficina. A su edad, el patriarca de la minería peruana sigue obsesionado con esa industria. La gran cantidad de dinero que viene con la minería es para él ya secundaria; él ve esta actividad como el puente entre la costa y la sierra —interconectadas ambas por parte de la selva—, el motivo que hará que la población serrana salga de la pobreza, que el Perú se desarrolle. No es un minero; es un geólogo, un hombre de cerro.
Su obsesión lo lleva todos los días a las nueve de la mañana a su despacho. Hasta la una de la tarde evalúa nuevos proyectos y revisa el día a día de Compañía de Minas Buenaventura, empresa que fundó en 1953. Muy pocas decisiones se toman sin su aprobación.
Hoy está obsesionado con el trasvase de agua de Huancavelica a Ica. Esta región es popular por su agroindustria y pleno empleo, pero enfrenta un grave problema de estrés hídrico. El agua no es suficiente para su desarrollo y sus famosos espárragos consumen ingentes cantidades de este recurso. Don Alberto quiere encontrar la manera de proveer agua a Ica, donde además su hijo Alberto tiene un fundo orgánico llamado Samaca —sus otros hijos son Blanca, Mercedes, Roque y Raúl, todos fruto de su matrimonio con Elsa Ganoza de la Torre, con quien se casó en 1945—. Para ello, ha mandado a hacer una maqueta en alto relieve donde se aprecia el flujo de los ríos de Huancavelica hacia la costa. Ha colocado pins con plastilina verde en las principales fuentes de agua. Ha pintado con plumón azul los cauces que siguen los ríos. La solución que propone para irrigar Ica es utilizar las aguas del río Pampas.
La maqueta está en el directorio de las oficinas de Buenaventura. Uno esperaría que esta compañía, la primera minera latinoamericana en cotizar en la Bolsa de Valores de Nueva York y que el año pasado obtuvo ingresos por más de US$ 1.500 millones, tuviera una oficina de esas modernas de treinta pisos, con una fachada de vidrio y un lobby minimalista con sillones que nadie usa y cuadros que nadie mira. La de Buenaventura es más bien una oficina de look sesentero, como las de la serie televisiva Mad Men al comienzo de su primera temporada. El color predominante es un marrón claro que se ve en alfombras, mesas y sillas. Los pasillos son angostos y huelen a casa de abuelo.
Al fondo del corredor —que inicia con un retrato pintado de don Alberto— está la oficina de su hijo Raúl, que no tiene sofás de cuero ni vista a toda la ciudad, como sí tiene el edificio de Interbank, vecino a pocas cuadras. El despacho de Raúl es pequeño y modesto, uno que quizás un gerente comercial de hoy no aceptaría, menos aún el hijo de un empresario que, según la revista Forbes, tiene una fortuna cercana a los US$ 2.000 millones. Pero así es su oficina, sencilla, recatada.
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Don Alberto abrió un nuevo camino en su familia cuando los Benavides ya eran conocidos por su pasado político. Su padre, Alberto Benavides Diez Canseco, fue alcalde de Lima durante la segunda mitad de los años cuarenta del siglo pasado. Una hermana de su padre se casó con el general y ex presidente Óscar R. Benavides, que dirigió el país entre 1914 y 1915 tras darle un golpe de Estado al entonces presidente Guillermo Billinghurst, y luego también entre los años 1933 y 1939. Y el mismo don Alberto se casó con Elsa Ganoza de la Torre, sobrina de acaso el político más importante del siglo veinte, Víctor Raúl Haya de la Torre.
Pero este minero de pura cepa no siguió el camino de la política. Se interesó, más bien, por los cerros. Su vocación, a la que él llama la de un minero aventurero, comenzó cuando estudiaba en el colegio, concretamente en un curso de geografía en el que el profesor invitaba a sus alumnos a emprender viajes imaginarios por el Perú. Así fue como desde niño tuvo interés por conocer físicamente todos los rincones del país.
Ya de joven, su padre se escandalizó cuando le dijo que quería estudiar Ingeniería de Minas. “¿Cómo te vas a meter en minería?”, le increpó su padre. “De ninguna manera, una cosa es ir al Cusco y otra vivir en la sierra”, sentenció. Pero el muchacho no dio su brazo a torcer.
Ingresó a la Escuela de Ingenieros (hoy Universidad Nacional de Ingeniería, UNI). Estudió un año de ingeniería y se interesó aún más por la geología. Los cursos de la carrera de Ingeniería de Minas le atraían: Geología General, Paleontología, Mineralogía, Geología Minera y Metalurgia. Él tenía que ser minero. Su padre, sin embargo, constantemente buscaba formas de desanimarlo.
En el verano de 1938, a semanas de que la Alemania de Hitler anexara Austria, el universitario aceptó un viaje a Puno para conocer la mina de la familia Peña Prado. Acababa de terminar su primer año de estudios de ingeniería y su padre, que pensaba que los más de 5.000 metros de altura disuadirían a su hijo, lo instó a que fuera y le compró el pasaje. Viajó a la sierra sur y, lejos de amedrentarse por el frío, la sequedad y la soledad de las alturas, se vio atraído por el escenario. Incluso aprendió topografía. Para sorpresa de su familia, permaneció en Puno más de dos meses.
Al verano siguiente, mientras Hitler preparaba la invasión de Polonia y estaba por comenzar la Segunda Guerra Mundial, su padre le sugirió que viajara a otro campamento minero. Esta vez sería el de Atacocha, incluso más complejo pues tenía una mina subterránea —ahora sí, pensaba el jefe de familia, el muchacho se espantará—. Dos meses después, el joven Alberto salió de las profundidades de la mina más contento y convencido. Confirmó que lo que más le atraía era la minería y los estudios geológicos relacionados a la formación de yacimientos minerales. Para él no había otro camino que el de la Cordillera de los Andes.
Finalmente, se graduó como ingeniero de minas en 1941 e inmediatamente entró a trabajar a la Cerro de Pasco Mining Corporation. En plena Segunda Guerra Mundial, los mejores profesionales estadounidenses cambiaron los ternos por uniformes camuflados. La Cerro de Pasco pasaba por agudos problemas de contratación de personal capacitado. Fue la oportunidad del joven Alberto, quien entró a la minera como geólogo asistente. Lo suyo no era llenarse los bolsillos de dinero; él quería trabajar en los cerros.
Al año siguiente recibió una beca para estudiar una maestría en la Universidad de Harvard. La guerra irónicamente le jugó a favor: los jóvenes que habían ido a luchar a Europa dejaron un gran vacío en las aulas, y los pocos alumnos que cursaban una maestría recibieron una educación personalizada y de primera. Estuvo en Harvard hasta 1944.
De regreso, ya con un Hitler al borde del suicidio, continuó en la Cerro de Pasco y en 1950 fue nombrado jefe de exploradores de toda la empresa. En 1951 llegó a explorar Antamina, la mina de mayor dimensión del Perú. Le recomendó a la compañía que comprara los derechos sobre el suelo, que en ese entonces le pertenecían a don Jesús Arias Dávila, uno de los mineros más ejemplares de la historia del Perú. No se llegó más allá de la exploración. La Cerro de Pasco nunca compró los derechos de producción. Sesenta años después, don Alberto continuaba lamentando esa decisión. “Me deja nostalgia que la empresa para la que yo trabajaba no se hiciera de la mina”, dijo el año pasado en una conferencia. “Lo que más me duele es que pasaran más de cincuenta años para que entrara en producción. El Perú perdió esos cincuenta años”.
Quizás si la Cerro de Pasco se hacía de Antamina, él nunca hubiera creado su propio negocio. En vista de que dicha empresa seguía buscando producción minera, mostró interés por la mina Julcani, ubicada en Huancavelica. La mayoría de sus acciones estaban en manos de ciudadanos suizos afincados en el Perú, representados por la familia Oechsle, principalmente dedicada al comercio y reconocida por la tienda del mismo nombre. En Julcani se construyó un socavón de 800 metros, pero no se encontró nada valioso (hasta hoy tiene pocas reservas). La mina se fue en caída y la familia Oechsle se vio obligada a alquilársela a la Cerro de Pasco, interesada por el bismuto que allí se producía.
Julcani estaba lejos de las operaciones tradicionales de la Cerro de Pasco, así que la minera comenzó la búsqueda de alguien joven que la trabajara y entregara toda la producción. Don Alberto se enteró y de inmediato se propuso como candidato. “En un acto de audacia, me fui para allá”, le contó hace dos años al periodista Raúl Vargas.
A sus 31 años, al joven le iba muy bien. Julcani revivió y comenzó a producir. Luego de cumplido el año de arrendamiento, la Sociedad Minero Suiza Peruana, propietaria de la mina, quiso comprarla. Don Alberto no quería perder Julcani. Debía encontrar una solución. Esta no era otra que la compra.
Así fue como en 1953 fundó Compañía de Minas Buenaventura. Con el dinero que pagó por Julcani —que recolectó de varios amigos, familiares y hasta de su suegro—, su anterior propietario, Bruno Tschudi, fundó la ya desaparecida cadena de supermercados Monterey, nombre que nostálgicamente tomó de un padrón de minas. Años después, Monterey se hizo de la reconocida tienda Oechsle, hoy propiedad del grupo Intercorp. Don Alberto pasó de ser un entusiasta geólogo a un gerente y encargarse de las finanzas, algo que no sabía hacer. Era un reto distinto.
Durante tres años Julcani fue un éxito, pero en 1956 la mina volvió a complicarse. Preocupado por la escasez de recursos y minerales, comprendió que Buenaventura tenía que diversificarse. Así comenzó la expansión de la empresa. Durante las siguientes décadas, Buenaventura inició la operación de una decena de minas a todo lo largo de la cordillera, desde Cajamarca hasta Moquegua. Hoy ya opera en Chile. “Tuvimos resultados positivos que nunca soñamos cuando nos lanzamos a la aventura de Julcani”, recordó a sus 91 años en la citada conferencia del año pasado.
Tras varias crisis —la nacionalización de la minería durante la dictadura de Juan Velasco, el inicio del terrorismo en el segundo gobierno de Fernando Belaunde y el hiperinflado primer gobierno de Alan García— la buena aventura de este minero casi llega a su fin.
En 1991, Buenaventura registró ventas por US$ 30 millones, un monto similar a su deuda. Su caja era casi inexistente. La quiebra era inminente. Hasta que el olfato de negocios de don Alberto lo llevó a asociarse a la mina Yanacocha, en Cajamarca. En la actualidad, Yanacocha es la mayor productora de oro de Sudamérica y su accionariado se divide entre Newmont Mining Corporation (51,35%), Buenaventura (43,65%) y la International Finance Corporation (5%).
Desde ese momento hasta hoy todo ha ido cuesta arriba. El hito de Buenaventura se ve en las paredes de la oficina, en fotos donde aparece don Alberto en un balcón de Wall Street con una sonrisa de “lo hicimos” y un brazo en alto cual campeón deportivo. Era el año 1996 y Buenaventura acababa de convertirse en la primera minera latinoamericana en cotizar en la Bolsa de Valores de Nueva York.
Hoy Buenaventura es considerada una de las principales compañías del Perú. Opera y participa en un total de 15 minas que van desde Cajamarca hasta Arequipa, pasando por Lima y Huancavelica. Mientras a comienzos de los noventa atravesaba problemas económicos con unas ventas que por poco superaban los US$ 30 millones, en el 2012 las ventas fueron cercanas a los US$ 1.500 millones. Eso no quiere decir, sin embargo, que Buenaventura siga creciendo; la caída en los precios de los metales está afectando sus utilidades, que ya hacia el segundo trimestre del 2013 han caído 18%.
Estos vaivenes son parte del negocio minero. Aunque la situación económica no sea la más beneficiosa, don Alberto ya ha repartido entre sus hijos las acciones de su minera, de la cual poseía el 14,31%. Estos, que ya tenían 2,13% cada uno, han sumado a su propiedad un 2,9% adicional.
También en el 2012 la compañía puso en operación cuatro nuevas minas, todas ellas principalmente de oro y plata.
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Me acerco a la puerta de la oficina de Raúl. Me saluda. Viste casualmente. Su parecido con su padre es sorprendente. Los mismos ojos entrecerrados y la frente amplia, una característica que también define a su hermano Roque, presidente ejecutivo de Buenaventura. Nos sentamos. Le pongo mi tarjeta sobre la mesa. La mira.
—No sé si por tu apellido seas algo de Zimmermann, el que trabajó con Velasco—, me dice.
Es una pregunta que me han hecho mil veces y que mil veces más me harán, y respondo, sabiendo lo que viene.
—Sí, Augusto Zimmermann fue tío mío. Hermano de mi madre.
Augusto Zimmermann Zavala, periodista, fue jefe de redacción del diario El Comercio durante los años sesenta, antes de pasar a trabajar en el gobierno de Juan Velasco como jefe de la Oficina Nacional de Informaciones, mano derecha del ex dictador y uno de sus principales ideólogos.
—En un libro suyo, tu tío hace un comentario sobre mi padre. Es al final, en las últimas páginas.
El epílogo del libro Camino al socialismo (1976), de Zi-mmermann, dice: “Desvío la mirada y el sol sigue brillando. En la puerta de la casa del Teniente Alcalde de Lima, Alberto Benavides de la Quintana, su esposa, su hijo y su yerno, que tiene a un bebito en brazos, despiden a Víctor Raúl Haya de la Torre [Zimmermann era vecino de don Alberto, en Miraflores] (…) Y, entonces, me pongo a pensar. Cuános [sic] años, cada 9 de Octubre, la residencia del Presidente de la Cerro de Pasco quedó con el mástil vacío, arriesgándose a una multa que, desde luego, no iban a ponerle. La Bandera Peruana sólo flameaba el 28 de Julio, pero nunca el 9 de Octubre, el día de la dignidad nacional (…) Preferí pensar que, como Alberto Benavides de la Quintana, existían muchos peruanos que preferían lo norteamericano a lo peruano”.
En el Perú la minería es una industria de amor o de odio. O la creen el motor de desarrollo del país o la desprecian por ser fuente de contaminación y conflictos sociales. Durante décadas fue la punta de lanza de las inversiones estadounidenses del Perú, y eso no le gustó a quienes vieron en esos billetes los grilletes del imperialismo.
El caso Conga se convertirá con el tiempo en el ejemplo clásico. Este proyecto minero ubicado en Cajamarca es el de mayor relevancia histórica del Perú: en él se invertirían US$ 4.800 millones y el aporte del canon sería de US$ 1.300 millones hacia el 2015. Solo durante la construcción del proyecto se emplearía a 6.000 personas.
Pero encontró innumerables barreras, todas ellas sociales. El agua fue el (aparente) motivo del “no va”. Conga es una cabecera de cuenca que provee de agua a diversas zonas naturales del Perú, tanto con fuentes internas y externas, como con aguas subterráneas, lagunas y manantiales. El Proyecto Conga planea extraer oro en esa zona. Yanacocha se ha enfrentado a una población enardecida. Don Alberto cree que la política está detrás, la política que él no quiso seguir como carrera.
—La gente quiere desarrollo. Solo algunos se oponen, solo algunos no quieren desarrollo —le dijo en una entrevista a la periodista Mariella Balbi— La gente ha sido movilizada para oponerse y parece que el canon de la región ha sido utilizado para eso.
Tan es así que para él “la oposición al Proyecto Conga es totalmente ilógica”, como dijo en una exposición. “No puedo dejar de aclarar”, continuó el minero, “que las aguas de las lagunas El Perol y Chica, que podrían ser afectadas por la explotación minera, no pasan por el valle de Cajamarca ni Celendín, menos por las ciudades circundantes. Esas aguas corren directamente al río Marañón a través del río Sendamal”. Don Alberto conoce de memoria los ríos y las fuentes de agua y las montañas por donde el agua fluye. Él es un geólogo, un científico de la naturaleza. Para muchos, él no aceptaría un proyecto que contaminara a gran escala. Pero muchos en este caso no es suficiente. Deben ser todos.
Cuando Balbi le preguntó si se siente un defensor del medioambiente, él respondió, tajante:
—Completamente. He construido un túnel de un kilómetro de largo para situar los relaves mineros en un lugar seguro en lugar de hacerlo a los pies de una montaña. Todos me dijeron loco, pero era necesario.
No siempre quien se sienta en la cabecera de la mesa en una minera es un contaminador, un Ira Rennert.
Y termina su entrevista con la siguiente frase: “Yo estuve en Cajamarca en 1971 y era un pueblo fantasma. Ni siquiera había un vuelo una vez por semana. Ahora hay seis al día”.
Quizás don Alberto proviene de una generación a la que le cuesta más entender los problemas sociales de hoy ligados a la minería. Él debió realizar sus proyectos solo: él solo tuvo que bancarse obras de infraestructura, como carreteras e hidroeléctricas; él fue quien llevó electricidad y conexión a muchos pueblos olvidados. Él fue quien defendió su trabajo frente a Sendero Luminoso. Por eso quizás le sea difícil entender que una población —agitada o no— rechace un proyecto minero. Quizás también por eso sea reactivo frente a conflictos sociales.
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“Mi padre es un soñador —dice Raúl Benavides—. Siempre sueña con la infraestructura del Perú, y cree que la minería es la mejor forma de unir la costa con la sierra. Vive obsesionado con carreteras y cómo desarrollarlas”.
Don Alberto no es un heredero de millones que no le costaron ganar. No es un minero frivolón que dirige una mina a cientos de kilómetros de distancia y miles de metros más abajo. No es un minero de saco y corbata. Es un geólogo. Como pocos empresarios dedicados a la minería, él dedicaba todos sus sábados exclusivamente a revisar la parte geológica de los proyectos mineros. Conoce el cerro y los minerales y los procesos y el olor de los químicos. Es un minero de pick up, de casco con foco.
Una vez, cuando Raúl era gerente de la mina Orcopampa, en Arequipa, tenía que hacer perforaciones para extraer mineral, pero no había suficientes perforadores. Entró a la oficina de su padre para comentarle que necesitaban contratar un nuevo geólogo, que el de la mina estaba muy ocupado. “No —le respondió—. Tiene que ser el geólogo de la mina. Él conoce los cerros y habla con ellos”. No se contrató ningún nuevo geólogo.
Don Alberto es “un apasionado de la naturaleza”, como lo define Raúl. Es un científico-de-la-tierra-convertido-en-empresario. Tal es su pasión que su legado, más que la fundación de Buenaventura, es la formación de una cultura minera sin precedentes en el Perú, una que tiene como meta no la simple extracción del metal, sino el desarrollo del país y la conexión de la más desarrollada costa con la marginada sierra.
Para su amigo Richard Petersen, también geólogo y a quien conoció cuando ambos trabajaban en la Cerro de Pasco, es la cara amable de la minería, pues ha ayudado a atraer inversiones mineras extranjeras, a promover el Perú. Cuando compañías internacionales han querido invertir en nuestro país, han acudido a él. Lo buscan como socio y le piden consejos. Y él responde, aun así no se lleguen a asociar y teniendo en cuenta que se trata de potenciales competidores. “Él les da comodidad a los inversionistas extranjeros”, dice Petersen.
Don Alberto es también un promotor. Ha presidido instituciones como la Sociedad Geológica del Perú, el Instituto Científico Tecnológico Minero, el comité de privatización de Centromin Perú y hasta ha sido director del Banco Central de Reserva del Perú.
Salgo de la oficina de Raúl y miro las fotos colgadas en las paredes del pasillo. Me concentro en aquellas tomadas el día en que Buenaventura listó por primera vez en Nueva York. Veo que la bandera con la que aparece don Alberto en el balcón de Wall Street, la capital del “imperio”, no es una azul y rojo y blanco con estrellas, sino una blanquirroja bien, bien grande.
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