Ferguson, la ciudad que en 2014 recordó a EEUU que su debate racial está lejos de estar superado, sigue indignada un año después por la falta de cambios tangibles que aseguren que no habrá más muertes como la del joven negro Michael Brown, abatido por un policía blanco cuando iba desarmado.
Durante los últimos cuatro días, centenares de manifestantes han vuelto a salir a las calles de esta pequeña ciudad del Medio Oeste del país para pedir el fin de la discriminación y la violencia policial contra los negros.
Cuando se les pregunta por qué, la respuesta es unánime: "seguimos indignados, nada ha cambiado".
Ferguson vivió el lunes último su segunda noche consecutiva de enfrentamientos entre manifestantes y policías, pero el ambiente fue mucho más sereno que en la víspera. La policía detuvo a 23 personas en ese suburbio de San Luis (Misuri) por cortar la avenida principal de las protestas o lanzar objetos a los agentes.
El domingo, cerca de donde murió Michael Brown, otro joven negro resultó herido de gravedad por disparos de la Policía. El relato de los agentes es que en esta ocasión Tyrone Harris Jr., de 18 años, abrió fuego contra ellos.
Como ocurrió en el caso de Brown, la versión policial y la de la familia del joven no coinciden: su padre asegura que no iba armado y que sólo huía de los agentes que habían comenzado a seguirle.
De la imposibilidad de conocer qué pasó en realidad en este tipo de casos surgió este año un potente movimiento a favor de que los agentes lleven cámaras incorporadas, una cuestión que se debate en todo el país.
Sin embargo, como podía escucharse en los cánticos de las marchas, la percepción ciudadana y el diagnóstico del propio presidente del país, Barack Obama, es que el problema va mucho más allá: hay desconfianza crónica entre Policía y minorías en comunidades como Ferguson en toda la nación.
Esa tensión pudo palparse especialmente en las dos noches de incidentes que siguieron al pacífico aniversario de la muerte de Brown, el domingo pasado, marcadas por una suerte de juego del ratón y el gato entre los agentes y algunos manifestantes.
La muerte de Michael Brown desató hace un año los peores disturbios raciales en décadas y abrió un nuevo capítulo en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos con el nacimiento del movimiento "Black lives matter" ("Las vidas de los negros importan").
La repercusión de este suceso fue tal que el Departamento de Justicia investigó a la Policía de Ferguson, a la que se acusa de violar de forma sistemática los derechos civiles de la población negra, con detenciones sin motivo aparente y el uso excesivo de la fuerza, sobre todo contra esa comunidad.
La investigación federal reveló que en los últimos dos años los ciudadanos afroamericanos de esa localidad, que suponen el 67 % de la población, fueron objeto del 85 % de las detenciones de tráfico, el 93 % de los arrestos y el 88 % de los casos en los que la Policía empleó la fuerza.
La población negra de Ferguson, como la de otras comunidades similares de Estados Unidos, sufre la paradoja de no tener apenas representación en los cuerpos de seguridad y la política, a pesar de ser mayoría.
El movimiento posterior a la muerte de Brown también se dejó notar en el Ayuntamiento: tras las elecciones locales de abril la composición pasó a ser de tres concejales blancos y tres concejales negros, mientras que hasta entonces había un único concejal afroamericano.
Pero Ferguson continúa indignada. Un año después, los incidentes violentos de los últimos días han demostrado que las heridas siguen abiertas y que la paz es tan frágil como la confianza entre la Policía y la población negra.
Lo que sí puede celebrar este movimiento social es que, gracias a su fuerza, ahora Estados Unidos presta atención a cada caso en el que la víctima es negra y el autor de los tiros un policía.
Como dijo el domingo Michael Brown Sr., padre del joven fallecido, la tenacidad de los manifestantes ha logrado que estas muertes no vuelvan nunca más "a quedar bajo la alfombra". (EFE)
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